Si en el Congreso los números fueran definitivos siete días antes de una votación, podría asegurarse que el rechazo al proyecto de ley que legaliza el aborto tiene ya los votos suficientes. Pero ningún número es concluyente ni probablemente el rechazo termine siendo un rechazo total del Poder Legislativo. Tanto los convencidos de que es necesario sancionar el proyecto que aprobó la Cámara de Diputados como los que militan en su contra están en estas horas tratando de negociar, por vías diferentes, una salida más elegante que el sí o el no. Sea como sea, lo cierto es que el proyecto de Diputados tiene la suerte sellada: no será aprobado tal como salió de la Cámara baja, luego de una sesión infinita y de una votación en la cual la victoria de los abortistas sucedió solo por una diferencia de cuatro votos en un cuerpo de 257 diputados.

Los que aspiran a rechazar el proyecto de Diputados aseguran que cuentan con 36 votos, uno más de los que realmente necesitan. El Senado está conformado por 72 senadores. La mayoría la imponen 37 senadores. Pero se registrarán las bajas anunciadas de dos senadoras: Lucila Crexell, que se abstendrá, y María Eugenia Catalfamo, que se encuentra en un avanzado estado de embarazo. El número total de senadores se reduce, entonces, a 70. Con 35 votos se produciría el empate, pero ya todos saben que la vicepresidenta Gabriela Michetti desempatará en ese caso a favor del rechazo. No obstante, los antiabortistas dudan de que los 36 votos de ahora existan al final de otro debate que será seguramente largo. Más aún: temen la volatilidad de dos senadores. Algunos sospechan también que detrás de algunas posiciones está la conveniencia electoral y no la convicción. Sucede, sobre todo, con varios senadores del norte del país, donde está la mayor cantidad de argentinos antiabortistas.

Los abortistas, que aspiraban en un principio a la aprobación total del proyecto de Diputados, también vieron sus propios límites. Los senadores más lúcidos que militan en esa corriente aceptaron desde un principio que el proyecto de la Cámara baja tiene muchos defectos. El principal es el que les niega a las clínicas y sanatorios la objeción de conciencia y que penaliza a los médicos que se resistan a realizar un aborto. ¿Por qué obligar a alguien a cometer lo que es, para sus convicciones más profundas, un crimen? Un país en el que rige el Estado de Derecho no puede caer fácilmente en esos excesos, más allá de las posiciones legítimas sobre el aborto. Ellos habían pensado en un procedimiento en el que le dejarían a Mauricio Macri la posibilidad de remediar esos errores en el decreto reglamentario de la ley, luego de aprobarla tal como les llegó de Diputados. La creciente ola de rechazo a esos preceptos entre senadores que estaban dispuestos a votar por la legislación del aborto, pero no con esas condiciones, los obligó a buscar un camino de negociación, que es el que están explorando en estas horas.

La reducción de las semanas de embarazo para que sea posible el aborto (de 14 a 12) y el respeto a la objeción de conciencia son los puntos principales que aceptarían modificar.

Los antiabortistas, a su vez, llegaron a la conclusión de que un rechazo liso y llano del proyecto de Diputados dejaría las cosas tal como estaban antes del debate iniciado en marzo pasado. En efecto, el rechazo del Senado significaría el rechazo del Congreso y el tema no podría volver a ser tratado hasta el próximo período legislativo. Pero ¿quién presentaría un nuevo proyecto sobre el aborto el año próximo, si la relación de fuerzas parlamentaria sería la misma? Cualquier proyecto sobre el aborto debería esperar el año 2020, porque solo en diciembre de 2019 se reconfigurará el Congreso. La solución que encontraron es la despenalización del aborto, pero no su legalización. Es decir, ninguna mujer iría presa por haber abortado. Punto. Nada más que eso. Esa situación ya estaba consentida, de todos modos, por la Corte Suprema de Justicia. La diferencia es que ahora tendría categoría de ley.

Ninguno de los dos grupos, abortistas y antiabortistas, querían al principio que el proyecto regresara a Diputados, pero terminará regresando. No querían los abortistas porque la diferencia de votos había sido tan escasa que la simple ausencia de un puñado de diputados podría modificar la anterior votación. Y no querían los antiabortistas porque temían que Diputados insistiera en su proyecto por una mayoría simple, que ya la tuvo, aunque módica. Cualquier modificación del proyecto de Diputados, como están negociando los abortistas del Senado, obligará al proyecto a volver a la Cámara baja. Un proyecto nuevo aprobado por el Senado, como sería el de la despenalización sin legalización, también debería ser aprobado por Diputados.

La decisión de flexibilizar las posiciones de unos y otros, pero sobre todo la de los abortistas en el Senado, se debió a muchas razones. La primera de ellas es que los abortistas tuvieron siempre los números en contra. Un grupo de entre 8 y 10 senadores optó por modificar el proyecto de la Cámara baja y dejó a los abortistas sin posibilidades de ganar la votación. Una influencia no menor tuvo la actitud más frontal y combativa de la Iglesia a partir de la votación en Diputados. La Iglesia creyó que esa votación sería perdidosa para los abortistas, pero estos la ganaron. Desde que comenzó el tratamiento del proyecto en el Senado, los más encumbrados obispos y los párrocos de barrios se ocuparon de sentar una firme posición contra el aborto. Muchos senadores, que tienen buena relación con los obispos de sus provincias, empezaron a ver las cosas de otro modo. Guste o no, la Argentina es el país del Papa, aceptaron. La conducción religiosa dijo que acompañaba en general las expresiones y manifestaciones contra la ley de legalización del aborto. Al mismo tiempo, voceros calificados de la Iglesia señalaron que “la Iglesia no lidera ni organiza marchas” y que “no llamó institucionalmente a ir a la residencia presidencial de Olivos”. “La Conferencia Episcopal se pronunció formalmente invitando a un tiempo de fuerte oración”, señalaron para fijar una frontera entre la acción de la institución católica y los actos que “organizan otros grupos”, a los que acompañan, pero no lideran.

Macri cree que cuando se escriba la historia le reconocerán que fue el primer presidente que habilitó en el país un debate profundo sobre un tema que no es (ni fue) cómodo y expeditivo ni aquí ni en ningún otro lugar del mundo. De hecho, en los Estados Unidos, donde el aborto fue autorizado por la Corte Suprema de Justicia en los años 70, acaba de replantearse en la discusión política. El Presidente se declaró prescindente y antiabortista, a tal punto que pidió que ningún legislador oficialista votara en nombre del Gobierno. El problema que tiene es fundamentalmente electoral. La inmensa mayoría de los antiabortistas militan en el Pro o votan por ese partido. Son más del Pro que de Cambiemos. La exigua manifestación de antiabortistas en la residencia de Olivos fue de macristas desencantados. En círculos oficiales influyentes confían en que las cosas se olvidarán fácilmente antes de la próximas elecciones. Es probable, en un país en el que la novedad es lo único que abunda.

Artículo anteriorMarco Lavagna: “Con la situación económica que se atraviesa es ilógico seguir apretando el bolsillo”
Artículo siguienteHoy Cristina no está presa porque tiene fueros