El dólar había cruzado de nuevo los 23 pesos. Las acciones y los bonos argentinos se derrumbaban en el mundo. Cuando ayer amenazaba con convertirse en un martes negro (después de un reciente jueves negro), el Gobierno jugó la carta más importante que tenía: el regreso del país a los créditos del FMI. Cualquier préstamo del organismo es más barato que los créditos que el Gobierno consigue en los mercados, pero no fue esa la razón de la decisión de ayer (no la principal, al menos).

El argumento más importante del Gobierno consistió en la necesidad de enviarles un contundente mensaje a los mercados de capitales. Si cuenta con el respaldo del FMI, el garante más influyente del mundo, ¿por qué los inversores privados seguirán desconfiando del país? El paquete de préstamos que el Gobierno está negociando con el organismo conducido por Christine Lagarde es importante, pero aún no se estableció el monto. “Todo está todavía en el aire, hasta el ministro de Hacienda que está volando a Washington, como para hablar de una cifra”, dijo ayer, no sin cierta ironía, una alta fuente oficial. Solo se aceptó que la cifra será destacada. Inversores que le venían prestando a la Argentina le adelantaron a funcionarios argentinos que un acuerdo con el FMI le aseguraría a la administración el financiamiento necesario hasta después de las elecciones presidenciales. Esa garantía revela también un dato que estaba presente y callado al mismo tiempo: una fuerte restricción en el acceso al crédito internacional puede poner en riesgo la reelección del Presidente en 2019.

El programa económico del Gobierno requiere de créditos por unos 30.000 millones de dólares anuales (algunos elevan ese monto hasta 35 o 40.000 millones) para financiar un reordenamiento gradual de la economía. Ese es el punto crucial que enfrenta al Presidente con el kirchnerismo y la izquierda, que lo acusan de ajustador serial, y también con los economistas ortodoxos (los “derechosos”, según los llama el propio Mauricio Macri), que critican el escaso esfuerzo del Gobierno para reducir el gasto público.

Ahora bien, ¿cuál será el costo político que el Gobierno pagará por volver a transar con el FMI? La Argentina tuvo una relación zigzagueante con el organismo durante cincuenta años, desde mediados de la década del 50 hasta mediados de la primera década de este siglo, pero fue duramente estigmatizado por el gobierno de los Kirchner. Esto sucedió luego de que Néstor Kirchner firmara dos acuerdos con el organismo hasta que, al final, decidió pagar de una sola vez toda la deuda. Nunca se pudo explicar por qué era mejor pagarle una tasa del 14% anual a préstamos de Hugo Chávez en lugar del 4% que cobraba el FMI. La explicación no es económica, sino política. Kirchner detestaba las inspecciones periódicas del Fondo a la Argentina, porque ponían en duda su autoridad política absoluta sobre la economía. Y -todo hay que decirlo- Chávez le prestaba y le cobraba altos intereses, pero nunca le preguntaba qué hacía con la economía.

Nicolás Dujovne dijo ayer que el Fondo Monetario de ahora ya no es el mismo que conocieron los argentinos. Es cierto, sobre todo es muy distinto del que le dio el empujón final a De la Rúa. Ya no está en su conducción la dura Anne Krueger y su teoría de que los países deben quebrar como quiebran las empresas mal administradas. Esa teoría no se probó nunca en la práctica (la Argentina era la oportunidad que ella buscaba) y Krueger nunca recibió el Nobel de Economía al que aspiraba. Lagarde, en cambio, habla más de productividad y de desigualdad social que de recetas ortodoxas de la economía. De hecho, hace pocas semanas respaldó aquí el gradualismo de Macri y encomió sus decisiones para ordenar la economía. La propia Lagarde es la principal vocera de los cambios en el Fondo, según puede concluirse de la lectura de sus conferencias. Lo cierto es que ella ayudó a flexibilizar las posiciones para salvar del colapso a Grecia; tuvo posiciones más moderadas que la canciller alemana Angela Merkel sobre la crisis griega.

De cualquier forma, el precio político no se verá ahora, sino cuando haya transcurrido cierta parte del proceso económico. ¿Se alejará la Argentina de una crisis? ¿Su economía seguirá creciendo y se estabilizará el dólar? Las sociedades suelen valorar más los resultados que las ideologías. El precio no será tan caro si aquellas preguntas se respondieran afirmativamente. Por las mismas razones, el costo será enorme si un acuerdo con el Fondo no eliminara la crisis, si colocara más limitaciones a la economía de los argentinos y si, encima, inspecciones periódicas del Fondo hicieran nuevos reclamos al Gobierno. Sea como sea, por ahora la propia Lagarde manifestó su interés en un acuerdo con la Argentina por tres razones. Son estas: la oportunidad de mostrar el declamado cambio del Fondo en el país con el que fue más intransigente en su historia; la necesidad de respaldar al gobierno que tiene la presidencia del G-20, el grupo de países que sirve de referencia a la economía mundial, y, por último, la obligación del organismo de evitar una crisis en el mundo si es que puede evitarla.

La actitud del peronismo es crucial. Sus distintas versiones significan, si están unidas, la mayoría en las dos cámaras del Congreso y es, a la vez, el partido que declaró el default que sigue siendo el más grande de la historia de la humanidad. Ese pasado, sumado a los años de aislamiento y agresión kirchnerista al mundo, es el que reaparece cada vez que la economía vacila. Es también una de las razones por las que la Argentina siente con más fuerza las consecuencias de cambios importantes en la economía y la política internacionales. Ayer no fue un mal día solo para la Argentina, sino para todos los países importantes de América Latina. Muchos devaluaron su moneda, pero ninguno debió hacer tanto para preservar el precio de su moneda. Ninguno, tampoco, tiene tanta dependencia del crédito externo como la Argentina. Esa mezcla de pasado transgresor y de necesidad de créditos es lo que convierte en extremadamente vulnerable su economía.

Si el país superara la crisis de estos días, la experiencia deberá servirle al peronismo, porque le enseñó que todavía es importante como factor de poder. Extrañamente, la acción de los legisladores importa mucho más como mensajes a la economía que como señales a la gente común. En un momento de claro enojo de la sociedad con la política en general, son los legisladores las primeras víctimas de ese fastidio. El propio gobierno deberá aprender las lecciones del conflicto. Los distintos trozos de la conducción económica deberían trabajar más en equipo, porque es lo que faltó (paradójicamente, el trabajo del que se ufana el macrismo). Y tendrá que encontrar una estrategia de comunicación distinta de la que rigió hasta ahora. La semilla de la crisis estuvo en el fastidio de gran parte de la sociedad, que activó, a su vez, los reflejos oportunistas de la oposición. Las noticias internacionales hicieron el resto.

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